miércoles, 31 de agosto de 2016

Algunas cosas nunca cambian


Algunas cosas nunca cambian.
Algunas cosas nunca cambian cuando no esperamos que lo hagan. O cuando no creemos que puedan hacerlo.
Algunas cosas nunca cambian si no sabemos decir no.
Algunas cosas nunca cambian si no aprendemos a aceptar lo que no tiene remedio o a tener voluntad para resolver lo que sí.
Algunas cosas nunca cambian cuando creemos que el pasado será la marca que nos condenó para siempre, o que el futuro será más de lo mismo.
Algunas cosas nunca cambian cuando nos acostumbramos a la monotonía de una rutina agotadora.
Algunas cosas nunca cambian hasta que dejes de mentirte, hasta que abras tu corazón a los demás.
Algunas cosas nunca cambian en caminos prestados; mientras sigas viviendo la vida de los demás.
Y, sin motivo aparente a veces, algunas cosas simplemente nunca cambian. Pero hay muchas que sí.

A vivir sin creer que todo tiene una sola forma de ser.

Un lugar para recordar




La nieve empieza a caer como un filtro para mis ojos y el aire parece traer hasta mis oídos las canciones navideñas que salen de los hogares. Oh blanca navidad, cada vez llegas más rápido.
Hola, amigo, ¿aún me recuerdas? ¡Vamos! ¡Busca la pelota!
Y aquí me encuentro otra vez, con la nieve acumulándose sobre mi ropa y mi cabeza, como todos los años.
Es bonito poder recordar a un ser amado. Dicen que los perros son los mejores amigos del hombre, y déjenme decirles: tienen toda la razón. Robin no era un perro más de esos que tiene la gente, ya sea para el entretenimiento de sus hijos, para sentirse acompañados o simplemente porque les guste tener una mascota. Robin era especial, más que un perro, mi mejor amigo. Mi único amigo, de hecho. Ese animal era toda la familia que tenía. Mi madre pasaba el día trabajando y mi padre murió cuando apenas tenía cuatro años, así que no recuerdo mucho de él; lo que me dejaba todo el día solo con Robin.
Lo sé, amigo, te gusta que te acaricie. Tranquilo, siéntate aquí conmigo.
Ver a los niños correteando por ahí, divirtiéndose con sus amigos, me recuerda tanto a mi infancia… Solo que yo no tuve más amigos que tú, claro. Mi timidez no me lo permitía. Además, contigo me bastaba; no necesitaba a nadie más. Pero lo que más me recuerda a mi infancia, sobre todas las cosas, es la Navidad. Recuerdo cuando te lanzaba la pelota y tú muy contento ibas a buscarla, pero nunca la traías de vuelta.
Sí, te ríes, ¿verdad?, porque sabes que es cierto. Cada año que te vuelvo a ver aquí jugamos y reímos, pero este año solo quiero hablar, y recordar aquel día frío en el que me salvaste la vida.
15 de diciembre de 1936, a poco yo tenía trece años. Recuerdo que estábamos jugando en el bosque de más allá de la casa de los López. La estábamos pasando genial como siempre: yo lanzándote la pelota con la esperanza de que por fin la trajeras de vuelta y tú moviendo tu cola de aquí para allá. Todo era risas y diversión hasta que tropecé con una rama y me rompí una pierna, ¿recuerdas? No me podía mover apenas. Recuerdo tus ojos, tu mirada preocupada; la oscuridad se avecinaba y la Navidad estaba cerca, lo que traía consigo noches más frías de lo habitual.
Pasaban los minutos, las horas; el tiempo se hacía eterno, y nadie aparecía para darnos una mano. El lugar era bastante solo, creo que por eso disfrutábamos tanto estar allí, pero nunca me pasó por la cabeza que aquello pudiera ocurrir, por supuesto. Volví a mirarte, tus ojos brillaban (incluso con la noche casi encima), por un lagrimeo que no querías que percibiera. Tu mirada desesperada me decía que harías algo. Y así fue.
 Primero empecé por intentar arrastrarme con las manos, pero me cansaba demasiado rápido y no conseguía avanzar mucho. Me tomaste con tus dientes por el ruedo del pantalón y empezaste a jalar de mi pierna mientras yo me impulsaba con los brazos. Por supuesto, así era mucho más fácil. Notaba que tenías que hacer un esfuerzo magistral con cada tirón; sin contar además el frío, el terreno irregular y la nieve que dificultaba todo. Nada de eso te detuvo. Y juntos, luego de toda aquella odisea, logramos llegar hasta la calle. ¡Increíble! Apenas podías respirar para entonces. Eras un perro ya bastante viejo. Llegaste a mi vida cuando tenía como dos años, ¿no? Sí, creo que sí. Ya no podías ocultar más tu cansancio y te tiraste junto a mí en la acera. Era de noche ya, las calles estaban oscurecidas por el invierno y no muchos salían de sus casas, pero un milagro ocurrió en ese momento cuando una mujer en una camioneta apareció de pronto y nos vio allí sobre el arcén. Nos subió a su auto en donde nos llevó al hospital.
Lo que hiciste fue heroico, único: me salvaste la vida, pero te sacrificaste por mí.  Los médicos dijeron que tenías insuficiencia cardíaca, no llegaste vivo al hospital; ellos ni siquiera se explicaban cómo lograste lo que hiciste. Yo no había asimilado nada sino hasta varias horas después, cuando ya cargaba un yeso que abrazaba mi pierna rota y tocaba volver a casa. Pregunté como loco en dónde estabas, hasta que me trajeron tu cuerpo sin vida en una caja. Rompí a llorar, todo lo que nunca en mi vida había llorado. No quería creer nada de lo que decían, pensé que solo estabas durmiendo, pues eso parecía. Por supuesto no atendías a mis llamados, y luego de una larga noche enrollado entre sábanas y lágrimas, fue que supe realmente que ya no estarías más conmigo. Tres días después, luego de una fuerte discusión con mamá, tuvimos que salir (ayudado con las horribles muletas) a enterrarte. Fue una de las peores experiencias que pude evidenciar en mi vida, ver como tu cuerpo quedaba cubierto por la tierra hasta desaparecer por completo.
Seguí llorando, creo que nunca lo dejé de hacer por un buen tiempo. No es fácil perder a alguien que amas, y mucho menos si ese alguien es el único amigo que tienes. Me sentía terriblemente solo; no hablaba con nadie. Incluso llegaron a pasar por mi cabeza cosas terribles que mejor me reservo. Pero bueno, mejor no hablar de eso. Hablemos de… esto.
Recuerdo estar en mi cama, ya varios meses después de todo. Tu recuerdo ya no dolía tanto, pero te miento si te digo que no lo seguía haciendo por lo menos un poquito cada día. Estaba jugando con tu pelota y en una de esas que la tiré contra la pared, cerré los ojos y noté que la pelota nunca cayó. Y de pronto te vi, con tus relucientes ojos llenos de sentimientos y tu boca ocupada por la pelota. Giraste tu cabeza, como apuntando a la ventana y desapareciste. Al asomarme te vi allá abajo junto a la calle, con la pelota aún en la boca, esperando a que yo bajara. Un sinfín de emociones se apoderó de mi cuerpo y no tuve de otra que salir a buscarte, tan rápido como mi juventud y mi pierna (ahora recuperada) me lo permitieron. Fui tras de ti, tú corrías y corrías siempre con la pelota en la boca; no sabía adónde me dirigías, pero aun así te seguí. Me guiaste hasta la pradera en la que te enterré, ya bastante lejos de casa. Te detuviste sobre la tumba improvisada de yeso que te hice y desapareciste. Me acerqué y vi allí tu pelota sobre un papel medio arrugado. Era un fragmento de un villancico. Nuestro villancico favorito, de hecho, que te ponía a ladrar de emoción con solo oírlo:


Oh Blanca Navidad, nieve
un blanco sueño y un cantar
Recordar tu infancia podrás
al llegar la blanca navidad.


Volteé y ahí estabas de nuevo. Desde pequeño siempre solía hablarte. Bueno, aún lo hago, solo que nunca tuve la esperanza de que me respondieras. Pero ese día… juro que escuché tu voz; un susurro en mi oído, una voz hermosa que me dijo: Cuando los primeros copos de nieve caigan del cielo y los villancicos se oigan por todo el pueblo, ven a buscarme.
Aún recuerdo perfectamente esas palabras, pues apenas volví a casa las anoté en el reverso del papel con el villancico y las leía a diario hasta que se convirtieron en mi oración favorita. Al año siguiente, el primer día que nevó, fui a buscarte. No te veía en ningún lado y empecé a perder las esperanzas. Estaba ya a punto de irme, pensando que todo había sido una invención mía, cuando apareciste de pronto con tus dientes asomados en una sonrisa y tu cola batiendo en todas direcciones. Sentía cómo las lágrimas bañaban mi rostro, lágrimas de felicidad. «Otra vez juntos», pensé. Y así hemos seguido, año tras año, recordando aquellos tiempos.
¡Mira dónde dejaste la pelota! No importa, luego la busco. Siéntate aquí junto a mí un último momento. Mira el cielo… empieza a anochecer; el día se acaba, al igual que la vida. Pero incluso a pesar de tanto, aquí estamos otra vez, amigo mío. Otro año más; otra Navidad. ¡Ya, deja de lamerme la cara! No puedo creer que aún te gusten mis arrugas. Ochenta y cuatro años y aún seguimos juntos, quién lo diría.
Creo que es hora de irme, supongo tú también tendrás que hacerlo.  Al final todos nos terminamos yendo, ¿no? De una forma o de otra, nos separamos para descubrir cuánto necesitamos el uno del otro. Creo que nunca dejaré de quererte.
Fue hermoso haberte visto otra vez, y haber usado este tiempo para recordar aquel día. ¡Hasta el próximo año, amigo! Espero… no tener que venir en silla de ruedas la próxima vez, o algo así. Mis huesos no son los mismos de antes, ¿sabes? Pero así deba arrastrarme, haré lo posible por estar aquí de nuevo.
Que tengas una feliz Navidad.


Basado en el villancico «Blanca Navidad»
Oh Blanca Navidad,
sueño y con la nieve alrededor,
blanca es mi primera
y es mensajera de paz y de puro amor
Oh Blanca Navidad, nieve
un blanco sueño y un cantar
Recordar tu infancia podrás
al llegar la blanca navidad.
Oh Blanca Navidad, sueño
y con la nieve alrededor,
blanca es mi primera
y es mensajera de paz y de puro amor.
Oh Blanca Navidad, nieve
un blanco sueño y un cantar,
recordar tu infancia podrás
al llegar la blanca navidad.